TALLER LITERARIO: Café, relojes y altas expectativas sobre un bar (Luna Silberberg, 2do 5ta)




Tomo un café. Afuera llueve.
La pareja de al lado pide algo para compartir y esperan mientras sus manos se entrelazan y sus miradas se pierden en las del otro. Parecen idiotas cuando se dicen “te amo” con empalagosa ternura.
El bar es agradable, con su apariencia atemporal y sus ventanas que permiten la vista a la calle de adoquines. A mi esposa le gustaban ese tipo de calles.
Ah, sí, es verdad. Mi esposa está muerta.
El café llega, acompañado de esas galletas diminutas que nunca son ricas, pero que, como son gratis, te las vas a terminar comiendo de todas formas. Agarro cuatro sobres de azúcar. A este paso voy a tener diabetes antes de los cuarenta.
Miro a la gente que forma parte del murmullo del lugar: una pareja joven, una mujer esperando a alguien que, por la expresión en su cara, probablemente nunca va a aparecer, un desgraciado que se saca su anillo esperando poder meterle los cuernos a su esposa mientras se aproxima a una rubia de veinte años… también hay un hombre leyendo el diario.
Me mira.
Su cara me resulta familiar, probablemente del trabajo o algo. No quiero tener que soportar una charla hipócrita, así que descarto la idea de hablarle.
Sigo con mi café. Le falta azúcar.
Mi esposa siempre me reprochó ese hábito. De hecho, se estaba quejando de eso mismo la noche que entraron a robarnos.
Vuelvo a pasear la vista por el bar: La pareja sigue esperando su plato, la mujer desistió en seguir esperando y ahora se está poniendo el abrigo, el pobre desgraciado que buscaba sentirse más joven tratando de llevarse a la cama a una idiota veinteañera acaba de ser rechazado y se siente patético. Se le puede ver en la cara que intenta cubrir con su mano. El hombre del diario ya avanzó a la sección de entretenimientos. Nuestras miradas se vuelven a encontrar.
Súbitamente algo capta mi atención.
Vuelvo a mirar a donde estaba el pobre infeliz solitario. Miro su muñeca, su reloj.
Casi.
El reloj que ese hombre tiene puesto es casi idéntico al que una vez fue mío. Por supuesto que el que me había pertenecido tenía ciertas marcas personales que lo hacían inmediatamente reconocible a mi vista.
Me gustaba ese reloj.
El ladrón podría habérmelo cedido, si hubiese sido un poco más civilizado, en lugar de haber corrido con él a los tiros.
Pero no.
En fin, para mi decepción, el reloj de aquel desgraciado no era el mío.
Pago la cuenta. Casi no dejo propina. Tardaron demasiado en servir un simple café.
Afuera sigue lloviendo; no obstante, salgo a fumar a un costado del bar.
Cuando la lluvia aminora su caída, las puertas se abren y el hombre del diario emerge. Parece apurado.
A medida que se aleja lo observo para, en el caso de que sea miembro de mi oficina o algo similar, poder evitarlo al día siguiente.
Me fijo en su vestimenta, su forma de caminar, el diario, la mano con la que sujeta este…
Ah, ese es un detalle interesante.
Tiro el cigarrillo a medio consumir y empiezo a caminar. Me mantengo a una distancia prudente. Empiezo a palpar los bolsillos de mi abrigo.
Saco un arma.
Aumento mi velocidad.
Apunto.
El hombre del diario se derrumba en el piso, al igual que lo hizo mi esposa hace un año.
Me acerco al cadáver. Me arrodillo y tomo su brazo por la muñeca. Vuelvo sobre mis pasos sintiéndome conforme conmigo mismo.
El ladrón podría no haber sido un inútil, podría no haber entrado en pánico y podría no haber empezado a disparar.
La bala también podría no haber alcanzado a mi esposa.
Camino regocijándome y con un reloj en mano. Me gusta mi reloj. Está salpicando con sangre, algunas gotas se liberan dejándose caer en la calle de adoquines.
A mi esposa le gustaba ese tipo de calles.

(Texto producido en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

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