TALLER LITERARIO: Tres textos de Micaela Sethman (2do 1ra): Agonizar, Ella y La víctima victimaria




Agonizar    
                                                                                   
¿Por qué esa clase de hechos que parecen pertenecer a una película nos llenan de preguntas la cabeza? ¿Por qué son esos momentos los que no podemos olvidar nunca? ¿Por qué es esa sensación de derrumbe y vacío la que todavía tengo en el pecho, cuando debería cada día agasajarme con los mejores recuerdos y las más placenteras sensaciones? ¿Cómo no cuestionarse desde ese día y por los veintisiete años que vendrían luego si realmente después de aquella vida no tendría otras? ¿Sería mi condena por no haber salvado a mi hermano? ¿Eso era lo que me merecería? ¿Morir y volver a nacer, una, cinco y un millón de veces para en mis agonías recordar esta vida y revivir cómo lo vi yacer muerto en el suelo?
Agonizar. No podía esperar a agonizar para descubrir en qué número de vida había estado todos esos años y para así descubrir si en alguna vida anterior había vivido algo peor, logrando que el consuelo me abrazara mientras empezaba una nueva vida de manera literal. Con qué poco se consuelan los hombres miserables.
 El vocabulario será cómo el té, pero definitivamente la miseria humana es como la agonía. Dolor que se siente interminable y que finalmente termina, pero solo para darle paso a un nuevo dolor en el que más dolor nos hace olvidar del resto de las cosas que nos dolieron, nos duelen y nos dolerán.
Todavía me escucho diciendo: Como no tengo ni las más mínima idea de lo que uno debe hacer cuando otro llora, decidí acercarme a la mesada de mi cocina para preparar un té hirviendo. No lo puedo evitar, cuando vivo situaciones como esa que viví, escucho una voz en mi cabeza que va narrando todo como si fuera escritor y fuera a sacar un libro con mis vivencias. En esa oportunidad en especial, mientras mi nueva pava eléctrica me indicaba que el agua estaba lista, me provocó una sutil sonrisa escuchar a la voz decir “té hirviendo” (cuando no hay otra manera de tenerlo cuando recién sale de la pava, a no ser de que uno quiera tomarlo con un gusto horrible).
A mí no me gusta el té si no está hirviendo por lo que supuse que a mi acompañante lloroso tampoco. Continuando con las voces, también atribuyó a la aparición de la sonrisa la expresión “la más mínima idea” ya que amo utilizar esa clase de frases que se contradicen hasta volverse populares. No lo puedo evitar. El vocabulario es como el té.
-Te escucho- Invité a mi interlocutor a contarme su historia, mientras le daba su taza y me sentaba en mi silla a unas baldosas de la suya.
-Esta es mi vida número cinco. ¿Sabés lo horrible qué es ser especial? ¿Poder recordar cada nacimiento y cada muerte cuando estás en una nueva agonía? ¿Saber lo que fuiste antes de morir? No es nada lindo, nada- Aseguró aceptando el pañuelo que le ofrecía, para sonarse la nariz luego de haberse enjuagado las lágrimas.
-Me imagino…- Comenté sin saber qué otra cosa se le puede decir a una persona que te habla de otras vidas. Y luego de observarlo tomar un sorbo de té continué hablando -¿Qué fuiste en tus otras vidas? En la primera, por ejemplo.-
-Mujer. Española. Tuve tres hijos. Una nena y dos nenes. Trabajé en la misma escuela toda mi vida como profesora de música, fui amante de las plantas y de los sonidos, tuve perros que agarré de la calle y me enamoré del padre de una de mis alumnas particulares, el cual terminó dándome a mis tres hijos- Respondió sin mirarme a los ojos y teniendo todavía lágrimas que se asomaban por su rostro depresivo.
-¿Y en la última antes de esta?- Le pregunté, esforzándome por no juzgar que entre sus delirios estuviera el hecho de haber sido una mujer, lo que inevitablemente me llevaba a cuestionarme si mi hermano no sería homosexual; y frotando mi mano por la parte derecha de mi rostro, como hago cuando me lleno de paciencia ante una historia absurda y sin sentido como aquella.
Me molesta cuando las cosas no tienen sentidos, objetivos y utilidades. Cuando desperdicio mi tiempo sin hacer nada productivo y sin obtener nada a cambio. Siempre intento rescatar algo de las personas que me encuentro y de los momentos que vivo, pero empezaba a tener la sospecha de que aquella tarde de domingo no me daría ni una sola cosa digna.
- Europeo otra vez. Fui un inglés que fotografiaba a estudiantes y profesores en sus clases, en los predios de sus universidades y luego publicaba en los diarios locales sus fotos. No me casé y tuve gatos. Alérgico a las flores y enemigo íntimo de los perros- Me respondió clavando su mirada en mis ojos. Tenía unos ojos azules, muy azules. Sé que en aquel momento pensé que a las mujeres deberían gustarles.
-¿Y a qué edad recordás todo lo que viviste antes? ¿O ya naciste sabiéndolo todo?- Le pregunté con la curiosidad típica de quien es un aficionado a la literatura y se interesa con cualquier cosa que tenga una mínima relación con lo exótico, que rompe las rutinas citadinas.
-Lo recuerdo cuando estoy agonizando- Contestó impaciente cómo si fuera una obviedad o como si me lo hubiera dicho antes cuatro o cinco veces en la última hora.
-¿Ahora estás agonizando?- Le consulté frunciendo el ceño, mientras para mis adentros pensaba que era yo quien parecía el loco sin saber reconocer cuando una persona agonizaba frente a mí.
-Depende de a lo que llames agonizar- Contestó encogiéndose de hombros dándole un final abrupto a sus lágrimas y levantándose del asiento para darle un último sorbo al té y acercarse a su bolso a buscar algo.
-¿Vos a qué llamas agonizar?- Le pregunté recogiendo su taza para ponerla a lavar.
-A lo que sea que hago antes de morir- Respondió con una tranquilidad que hasta el momento no había demostrado.
Me costó unos segundos comprender la frase, pero finalmente reaccioné lo suficientemente rápido como para darme la vuelta y ver cómo sacaba una botella de agua acompañada de un frasco lleno de pastillas de su bolso. Acto seguido colocó el líquido y los comprimidos en su boca y los tragó para caer muerto en el suelo en menos de un minuto. Inmóvil lo observé mientras discutía conmigo mismo si debía llamar primero al hospital, a la policía o al psicólogo para que me ayudara a quitarme las ganas de correr hasta que el mundo tuviera sentido otra vez.

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 Ella                                                                                                          

-¡Hey Pérez! ¿Qué se siente ser hijo de una puta?- Pregunto con una gran sonrisa tomándolo por los hombros para que voltee y descubra mi rostro. Para que él lo haga, que está de espaldas a mí, riéndose con sus amigos y un par de chicas que lo miran con admiración, lo que me lleva a aprovechar la oportunidad y darle inicio a mi plan.
-¿¡Qué dijiste?!- Pregunta totalmente sacado empujándome contra la pared del patio y haciendo que mi cabeza sufra un fuerte golpe.
-Que tu vieja es una puta- Reafirmo con valor recibiendo dos golpes que lograron que mi labio inferior sangrara al igual que mi nariz.
-Volvé a decirlo- Me exige con su fuerte voz que suena como la de mi padre cuando interroga a mi madre por sus infidelidades.
-Una puta- Suelto una vez más sintiendo ahora como mi estómago sufre un inacabable dolor y mi ojo izquierdo se cierra del siguiente golpe.
El timbre suena. Es exactamente la hora en la que las chicas salen de educación física, o mejor dicho la hora en la que Ella debe salir para verme golpeado en el lugar de la pobre víctima. El mismo idiota que me golpea, la había conquistado dándole lástima con unos golpes que, según él, su padre le había hecho, pero yo había visto cómo los recibía en una estúpida pelea a la vuelta del colegio por haberle tocado el culo a la novia de uno de los pibes que hacía gimnasia con nosotros.  Si a él le había funcionado aquella estrategia no entendía cómo a mí no.
-¡Dejálo enfermo! ¡Dejálo! ¿No ves qué vas a matarlo? ¡Sos un enfermo!- Grita Ella histérica, para así colocarse en medio de los dos, mientras contra la pared siento el dolor de los últimos golpes recibidos.
Ante la figura de la alta y delgada chica, el futuro patovica camina hacia atrás y luego deja de soltar más de un insulto entre dientes, se da la vuelta y se retira de la puerta del colegio acompañado por su séquito mixto de imbéciles que lo desean o admiran. Ella me observa con pena y se sienta a mi lado en el suelo para analizar mis heridas mientras sus ojos se llenan de lágrimas.
¿Por qué llora? No se supone que tenga que estar llorando, debe besarme y tener en cuenta que fui yo el que se sacrificó por nuestro amor recibiendo esos golpes. Pero no, llorar no es de hombres y claramente así no voy a conquistarla  y eso es lo único que me importa en este momento.
-No llores- Logro susurrarle mientras acaricio una de sus mejillas, pero no lo logro teniendo en cuenta que mis manos están manchadas por la sangre que no deja de caer en pequeñas gotas de mis labios, mi nariz y vaya a saber uno qué otra parte de mi cara.
-No más lágrimas- Promete a la vez que se levanta para ayudarme y sin decir una palabra más, acompañarme a la enfermería del colegio.
Enfermería, me suena raro todavía usar esa expresión. Somos todo un curso de argentinos que fuimos enviados a Estados Unidos y aún me niego a acostumbrarme a los  lugares yankees. Regreso a la realidad y pienso que no es precisamente lo que esperaba que hiciera cuando me viera golpeado, pero no puedo negar que tiene sentido y que claramente necesito unos buenos primeros auxilios porque el dolor aumenta a cada paso tambaleante que doy.
Entro a la enfermería y la enfermera no necesita ninguna explicación para sentarme en una silla y con algodones, agua oxigenada y alcohol comenzar a curar mis heridas mientras Ella nos mira, todavía llorosa. Después de unos insufribles minutos en los que cada gota de líquido y cada roce del algodón se convierten en una tortura, la enfermera nos deja salir. Para mis adentros agradezco que no haya pedido explicaciones y en silencio camino con Ella fuera de la escuela, a la vez que intento elegir un tema interesante o algo gracioso para la ocasión.
 A las chicas les gusta que las hagan reír, y  Ella vive riéndose, lo que me indica que en particular le gusta más que a cualquier otra. Cosa que claro no me sorprende, porque si hay algo que Ella no es, es una más del montón. Si fuese así no me hubiera molestado en estudiarme cada uno de sus horarios, cada una de sus relaciones con cualquier otro ser humano y cada gusto que pueda tener.
-Espero que esto duela un poco menos que lo que te hizo la enfermera- Dice con tono casual pero provocativo, frenando su paso para poder dar un pequeño giro y así mirarme, mientras seca las últimas lagrimas que salieron de sus ojos y se acerca a mis labios para besarlos con cuidado.
El gusto a sangre y el dolor no me pasan desapercibidos, pero estoy demasiado concentrado en lo que siente cada parte de mi cuerpo cuando comprendo que es Ella quien está uniendo sus labios con los míos, y no tengo tiempo para preocuparme por las consecuencias de los golpes.
-Tengo el auto a la vuelta ¿Te llevo a algún lado?- Le pregunto con una sonrisa, luego de desunir nuestras bocas y sentirla tomar mis manos entrelazando sus dedos con los míos.
-¿Manejás?- Pregunta frunciendo el ceño y apretando un poco mis manos en un acto del cual casi no es consciente.
-Manejo- Contesto porque no se me ocurre otra cosa mejor para decirle. Y suelto una de sus manos para caminar rumbo a la esquina, en simultáneo a descubrir que tiene el perfume más rico que olí en toda mi vida.
Llegamos al auto estacionado y saco las llaves del bolsillo de mi jean para abrirlo, pero con un  gesto de negación de su cabeza me interrumpe. Cuando niega sus finos cabellos dorados vuelan de un lado al otro, lo que logra que varios pelos se metan entre sus labios llevándola a apartarlos con algunos de sus pálidos, largos y finos dedos, para acto seguido reírse con la espontaneidad de un ángel. La observé hacerlo en varias oportunidades antes, pero nunca había tenido la oportunidad de hacerlo tan de cerca.
-Lloraba cuando estábamos ahí porque no puedo creer que estuve con un imbécil violento. La manera en la que te golpeaba… La furia que tenía en sus ojos cuando salí y lo vi… Si yo no me hubiese puesto en medio no sé qué hubiera pasado.  ¡Simplemente no puedo creer que nadie los haya separado! Y sobre todas las cosas… Tuve miedo de que me golpeara también a mí- Explica clavando su mirada en el suelo.
Por un segundo. Por un solo segundo me asusta continuar con lo que según mi plan viene a después. Es solo un instante, pero me siento dubitativo al verla tan frágil. Luego me recupero y le dedico una sonrisa que parece ser correcta, porque me la devuelve y con eso, sus ganas de volver a llorar desaparecen. Una vez más intento que entremos en el auto, pero vuelve a detenerme, esta vez abriendo sus labios para hablar, pero antes de pronunciar algún sonido se interrumpe a sí misma, arrepentida.
-¿Qué?- Pregunto colocando mis manos en los bolsillos de mi campera y analizando cada facción de su rostro seguro de que nunca voy a olvidar ni un solo detalle. No soy capaz de olvidarme de su pequeña cicatriz en la frente, o la forma de la curva de sus labios, o de la manera en la que sus ojos parecen estar dibujados por un grueso lápiz negro. No soy capaz de dejar de observarla. Hace años que soy incapaz de hacer algo más útil que admirar su belleza.
-No estoy segura de recordar tu nombre- Confiesa con sus mejillas ligeramente ruborizadas y echando su cabello hacia atrás, como si eso me distrajera de lo que acaba de decirme. Siento ganas de golpearla, pero tengo todo el cuerpo dolorido y sé que no soy capaz de hacerlo. Además eso está fuera del plan por lo que me recuerdo a mí mismo, que ya era consciente de que ella ignoraba en absoluto mi existencia, así que tomo aire para tranquilizarme y ser capaz de darle la respuesta que pidió.
-Félix- Respondo y antes de que vuelva a hacer o decir algo que nos retenga más tiempo, abro la puerta del auto para desactivar todas las trabas de seguridad. Una vez hecho esto puedo dirigirme al otro lado del vehículo y abrir la puerta del copiloto para indicarle que ya puede entrar. Estoy seguro de que aquel gesto le gustó teniendo en cuenta que vi darle un beso en modo de agradecimiento al energúmeno de su novio cuando lo hacía cada tarde después del colegio.
-¿Estás seguro de saber manejar?- Pregunta algo nerviosa abrochándose el cinturón de seguridad una vez que los dos estuvimos dentro preparados para arrancar.
-Solo confiá- Le respondo mientras analizo si es prudente preguntarle la dirección de su casa a pesar de ya saberla.
Antes de darme tiempo a decirle nada, me da el dato que estaba necesitando y pongo en marcha el auto. Ella prende la radio y tenemos una conversación superficial sobre música. No puedo evitar pensar que aunque le gusten los Beatles sigue gustándome. Valga la redundancia, claro. Ella sola es capaz de lograr esas cosas.
 Está riéndose por el primer chiste que en dieciséis años me sale con gracia, cuando el semáforo que está en la avenida que queda a una cuadra de su casa se pone rojo. La máquina indica que tengo que frenar para que los autos que avanzan de izquierda a derecha pasen, pero no está en mi gran plan hacer caso de eso. Sin dudarlo un segundo apreto el acelerador y tardo solo unos segundos en chocar contra un camión para que el vehículo se voltee por completo y estalle en llamas. La escucho gritar con desesperación y miedo, pero solo puedo reír por la satisfacción de haber tenido la inteligencia de crear un plan perfecto. Siete años enamorado de aquella perra rubia para que solo me mire cuando estoy a unos minutos de morir a golpes.
Las cosas no pudieron haber salido mejor y, hablando de morir, la velocidad de las llamas, el dolor de los huesos rotos y el río de sangre de todas las heridas abiertas me dejan solo cuatro segundos más de vida.
Ella ya murió incluso antes de que el fuego entrara en acción. Ahora es mi turno.

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 La víctima victimaria        
                                                                     
Nadie pensaba en mí que en ropa interior lloraba al lado de un cadáver. En algún lugar de la ciudad alguien debía estar festejando su cumpleaños, en otro alguien debía estar siendo asaltado, en uno un grupo de borrachos debía estar riéndose y en alguno seguro había una parejita festejando su aniversario, pero a nadie le preocupaba.
Ignoraba los gritos que venían del pasillo, no me importaba ni la policía, ni mi suegra, ni mis cuñadas. Solo quería estar a solas con Nazareno antes que fuera demasiado tarde. Su cuerpo estaba frío, helado, como si estuviera flotando luego de haberse subido a uno de los botes del Titanic. Ya no respiraba, su corazón no palpitaba y su mirada estaba perdida, vacía, fija en el techo pero sin la posibilidad de poder ver nada.
Tenía pedazos de vidrio y mucha sangre a lo largo y ancho de su hermosa cara. Los restos de la cajita que habían acabado con su vida descansaban alrededor de él. Yo también me encontraba pálida y ensangrentada, pero yo seguía respirando, mi corazón seguía palpitando y mi cerebro aún funcionaba a la perfección.
Acaricié sus brazos, su pecho y lo que quedaba de su rostro, lamentando no poder escuchar su voz nunca más. Los gritos de afuera poco a poco desaparecieron hasta que dejé de escuchar a todos los que intentaban entrar en la habitación para concentrarme solo en él, en nosotros.
Cuando encontrara a quien había acabado con su vida… Cuando supiera quién le había partido esa caja de cristal en la cabeza, cuando… De pronto una sonrisa tímida se dibujó en mí llevándome a dejar un último beso en la frente de mi amado y salir de mi posición en cuclillas para ir hasta el otro extremo de la habitación.
Me miré frente al espejo y observé cómo mi cintura tenía aún marcadas las manos de Nazareno, latentes y coloradas. Despeiné mi cabello como si coqueteara con mi reflejo y vi con dolor las heridas de mis manos por los cristales que se habían roto en el impacto. Volteé y girando mi cabeza sobre mi hombro para continuar mirándome, vi los moretones de mi espalda y de mis piernas y regresé mi vista al cuerpo inerte de Nazareno una vez más.
Suspiré y sin decir una palabra abrí la puerta de la habitación para observar cómo todos entre gritos horrorizados y llantos desgarradores entraban para descubrir al muerto. Sin que nadie me prestara atención y manteniéndome en mi condición de muda salí de la habitación y con un paso lento y meditado recordé cómo había intentado desnudarme a la fuerza, cómo había desgarrado mi ropa, como había marcado mi piel, cómo me había besado sin consentimiento repetidas veces y cómo me había torturado con sus palabras para intentar convencerme de tener sexo con él.
Cuando la cajita de cristal llena de pétalos cayó sobre él en el momento en el que me libré de la violación para convertirme en una asesina, yo también caí perdiéndome en delicados pedazos que se estrellaron contra el suelo porque ahora voy a tener que pasar el resto de mi vida encerrada en un calabozo sola, mientras él, muerto, no sufre ni un segundo más.
Había sido estúpida la idea de buscar a otro culpable, de esforzarme por fingir que lo habían matado arrancándomelo de las manos y que alguien más se lo había llevado. Nadie me creería que estaba loca porque nunca fui buena actuando y la mentira no era mi fuerte. ¿Por qué había actuado así? ¿Por qué no simplemente llorar y explicarles que era un hijo de puta que me había querido violar? Tenía que volver y demostrar mi dolor, mi miedo. Demostrar que no era una asesina, no, era una víctima. Eso. Una víctima.
¿Por qué había dejado un beso en su frente? ¿Por qué me sentía tan culpable si él se había comportado como una mierda? ¿Por qué había querido aferrarme a su cuerpo cuándo debía ser lo último que quería ver? Tal vez sí estaba un poco loca… Tal vez… Solo quería volver el tiempo atrás ¿Qué tan mal estaba eso? Dejarlo que me violara, sí, tal vez eso hubiera sido menos horroroso. Tal vez… Mis manos no tendrían sangre y él sería el que tuviera la conciencia intranquila porque eso es lo que hace la sociedad… Te lleva de odiada a amada, de culpable a inocente, de loca a cuerda, de inteligente a idiota en un segundo, en una caja de cristal, en una respiración… Así como si nada pasás de víctima a victimaria.

(Textos producidos en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

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