TALLER LITERARIO: Crónica de una muerte inadvertida (Irene Corbo, 4to 4ta)



Siempre se preguntó si se darían cuenta. Si a alguien le importaría. Si algo realmente trascendental cambiaría o si su muerte sería ignorada por el mundo, una mañana fría de agosto, en el pequeño departamento de la calle Malabia, a las 8:23hs, resbalando en su ducha sin conmoción alguna en la ya despierta Buenos Aires.

Nunca fue especial Gustavo, nunca destacó en la multitud. Por lo tanto su muerte sería algo mucho más mundano, tranquilo. Durmiendo, pensó, una tarde húmeda y pesada de febrero mientras tendía su cama. Si tenía suerte podía dejar la casa más o menos en orden para que, a la mañana siguiente, cuando su despertador comenzara a sonar y no hubiera nadie quien lo apague, por lo menos no hubiera platos sucios en la cocina.

Pero haciéndose paso en el viento fresco de comienzos de abril pensó algo. Gustavo Lamires, 27 años, 83 kilos, 1 metro 76, no quería una muerte intranscendente.
Era un concepto raro, para ser honestos. Querer ser notado, visto realmente por primera vez en toda su vida, pero tomó la decisión más rápidamente que el viento intentando volarle el sombrero.
Y más que una decisión fue una realización. Muertes brillantes le siguen a vidas brillantes. Son los edificios más grandes los que arrastran todo a su paso cuando se derrumban. Son las estrellas más grandes las que explotan y hacen sacudir al universo entero.

Es más difícil de lo que pensó, cambiar tanto, tan rápido, pero vale la pena. Primero lo ensaya, contestando cosas que él nunca diría en el trabajo, solo para ver la reacción de la gente. Y, cuando ese día nublado de junio, a las 10:42hs, Rocío de la fotocopiadora lo mira a los ojos por unos segundos más de lo necesario, sabe lo que tiene que hacer. Se toma el resto del día libre y lo pasa comprando ropa nueva, CDs de música que normalmente solo usaría para trabar una puerta y el libro del que todo el mundo habla por esos días pero nadie lee.

Una sonrisa lenta, casi diabólica se apodera de su cara a la mañana siguiente cuando la mitad del 4° piso del edificio de la calle Florida se da vuelta a mirarlo boquiabierto cuando pone al jefe en su lugar después de tener una discusión bastante agitada sobre política mundial con Manuel Cariani de Contabilidad, y argumentar con fuerte convicción en el debate que se armó con Susana Guetallo de Administración acerca de la evolución del rock nacional en las últimas décadas, todo mientras una ligera lluvia de otoño cae sobre las calles de Buenos Aires prometiendo la inminente llegada del invierno.

Y tan inminente como el invierno fue el cambio en su vida. Para mitades del crudo julio no quedaban rastros de esa persona sumisa y callada que solía habitar este cuerpo que ahora caminaba con la frente alta, sonriendo para sí porque sabía que era notado cuando entraba en un cuarto.

Pero Gustavo Lamires no es un cliché hollywoodense interpretado por Jim Carrey, así que se levanta con el sonido enloquecedoramente monótono del despertador, camina por el pasillo hasta la cocina, se tropieza con un zapato que dejó olvidado la noche antes y se golpea la cabeza contra la mesada, su cuerpo cayendo pesado sobre el piso de baldosa, el pijama absorbiendo parte de la sangre que corre olímpica sobre el piso de la modesta cocina del pequeño departamento de la calle Malabia, a las 7:58hs de un martes soleado de noviembre.
Afuera, una mujer para un taxi para no llegar tarde al trabajo. Justo en la esquina un Renault 9 le toca bocina a la bicicleta que se le cruzó sorpresivamente por delante. En la fila de la panadería dos amigas de la infancia se reencuentran. Delante del banco un hombre mira la hora distraídamente en su reloj de bolsillo.
Nadie nota que falta Gustavo. Nadie tampoco se para a comentar el buen tiempo. Es que la gente nunca se fija en esas cosas, las cosas pequeñas, las que hacen a este mundo grande y lo mantienen girando con su esencial anonimato.

(Texto producido en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

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