TALLER LITERARIO: Historia antigua (Irene Corbo, 4to 4ta)



“No te creo.” Dijo Romina desafiante a su mamá, actualmente sentada a los pies de su cama.
“No me creas, pero es verdad.” Dijo Luciana con un encogimiento de hombros.
“Pero no, no tiene sentido! ¿Por qué alguien iba a querer desperdiciar tanto espacio?”
“Los tiempos eran distintos, Romi. La gente veía las cosas diferentes. Aún así, me parece divertido, ¿no?” Preguntó la madre con aire nostálgico.
“A mí me parece tonto.” Declaró la nena, quien ese mismo día había empezado 4° grado. “Si querés tener libros los guardás en el compact-livris y listo. No hace falta llenar los estantes con papeles.”
La mujer pensó por unos segundos y finalmente dijo: “No se trata del espacio, bonita. Siempre me pregunté cómo sería oler un libro.”
“¿Oler un libro?” Preguntó incrédula Romina.
“Sí. Mi abuela de contó que cuando ella era chica tenía libros, los de papel, y que abrir uno y llevártelo a la nariz era algo increíble. Eran el olor a la tinta nueva y a lo viejo de la humanidad. Eran las páginas que pasaban ligeras como un suspiro y los bordes de las hojas que cortaban como palabras bien usadas. Me dijo que quedarte dormida con un libro en la mano es uno de los placeres más bellos y más mundanos que hay. Me contó también que una de sus cosas preferidas era un libro que lo había autografiado su escritor favorito. ¿Te podés imaginas eso, Romi? ¿Escribir sobre un libro?”
“¿Y qué color tenían los libros de papel?” No pudo evitar intrigarse con el tema.
“No estoy segura. Me parece que había de todos los colores. Algunos incluso tenían imágenes en la ‘portada’, algo así como el archivo madre de los compact-livris.”
“¿También tenían imágenes en papeles?” La idea era absurda. ¿Cómo se supone que tengas tus fotos en un pedazo de papel?
“Sí. Antes, mucho antes de la época de mi abuela incluso, la gente tenía todas sus fotos e imágenes en papeles. Las ponía en las paredes; atrás de unos vidrios, si no me equivoco. Así sus amigos podían verlas cuando iban a la casa.”
“¿Por qué no se las mandaban por envíos si querían que las vieran?” Otra vez preguntó la nena, porque la cosa se estaba poniendo absurda.
“¡No tenían! Por ese tiempo no existían las consolas de comando central. Ni siquiera las computadoras eran comunes… ¿Te acordás cuando fuimos al museo, que tenían una de esas, una computadora?”
“¡Sí! Tenía un montón de cables y teclas por todos lados.”
“Bueno, antes no tenían ni siquiera eso… Pero ya es tarde, deberías estar dormida hace rato.”
La madre chasqueó los dedos dos veces y las luces se atenuaron.
“Buenas noches.”
“¡Esperá, esperá! Una cosa más…”
“¿Qué pasa?”
“Unos chicos estaban hablando ayer en la alumnis-techno, y yo al principio no les creía pero… ¿qué son las ‘cartas’?
La mujer recostada contra el marco de la puerta sintió algo como melancolía pasarle por el pecho.
“Las cartas…” Respiró profundamente “son historia para otro día.”

Quince años después, una tarde soleada encontrará a una chica de no más de 23 o 24 años sentada afuera de un pequeño café. Sacará de su cartera un pequeño objeto cuadrado, rectangular quizá, un pequeño tubo negro y plateado y comenzará a volcar tinta en las hojas. Algunas personas mirarán al pasar. Con curiosidad, con asombro, con nostalgia.
En la primera hoja del cuaderno podrá leerse:
“Las mejores historias son aquellas que se rescatan de entre las cenizas de los árboles, solo para arder en llamas y consumirse un millón de veces más por dedos que sacan chispa al voltear cada página.”

(Texto producido en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

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