TALLER LITERARIO: Un amor de entre casa (Micaela Sethman, 2do 1ra)


Masoquismo puro. Ése era el título de tu situación. Masoquista, masoquista, masoquista. No ganabas nada y sin embargo lo hacías. Te torturabas mirándote en el espejo para que la culpa se apodere de vos. Mirabas las paredes en las que estaban sus desnudos retratados y las lágrimas se te multiplicaban. ¡Qué ganas de sufrir tanto! ¿No alcanzaba con haber abandonado la iglesia antes de casarte?  ¿No te había alcanzado, acaso, con las miradas de todos los invitados que destilaban reproche? ¿No había sido suficiente con el corazón destrozado de Pedro que necesitabas encerrarte en la habitación a llorar?
Esa casa era todo para ustedes, esa casa representaba a su amor en todo su esplendor. En esa casa abandonada habían entrado en la adolescencia para darse su primer beso. En esa misma casa habían hecho el amor repetitivas veces en cada rincón, cuando al finalizar la secundaria luego de no haberse visto durante años se reencontraron. En esa casa te había propuesto casamiento una vez que la compraron y la convirtieron en su hogar. Y en esa casa habías elegido decidir no casarte con él.
Lo amabas apasionadamente, vos lo sabías, él lo sabía, hasta yo lo sabía. Quince años juntos no era un chiste y eso era algo que también sabíamos todos. En ese momento no entendías porque le habías dicho al cura que no querías contraer matrimonio con él, pero mientras mirabas las paredes de aquel cuarto que era tan suyo como la casa, empezabas a entender todo.
La cocina, los dos baños, el patio cubierto, la habitación, el comedor y el pequeño hall de entrada, todos y cada uno de los ambientes habían sido testigos de su amor, pero ningún cuarto les pertenecía tanto como aquel pequeño pero muy luminoso en el que nadie entraba y donde eran libres.
Aquel cuarto que tenía su aroma impregnado con amor. Muchas veces te había hecho sonreír, muchas veces te había hecho reír y muchas veces te había hecho sentir plena porque en aquellas cuatro paredes tenías tu lugar en el mundo. Hoy, ese cuarto parecía no tener luz a través de sus amplias ventanas, parecía no pertenecer al mundo de siempre y te encerraba como una cárcel, en la que sabías que estabas por haber dejado de amar. Ese era tu delito más grave, pero si te consuela de algo dejame decirte que todos morimos siendo pecadores luego de haber dejado de amar.
Pedro era pintor, te había conquistado con sus dibujos que solo ustedes comprendían y con sus títulos en clave que tenían mucho que ver con cada situación que habían compartido envueltos en aquel amor que sentían y los tenía aislados del mundo. Las cuatro paredes de aquel cuarto tenían infinitos retratos que se conectaban entre sí y que siempre estaban protagonizados por ustedes dos, amándose u odiándose, que al final de cuentas era la misma cosa.
Eras una nena simple y sencilla cuando él te conoció. Te gustaba tu música y los días en que tu mamá tenía plata para llevarte al cine o al teatro, con eso eras suficientemente feliz. Él tenía más plata que vos, era caprichoso y mimado, sin embargo también humilde y tierno. No se creía mejor por sus pertenencias ni por los trabajos de sus padres, simplemente vivía su feliz vida lejos de tu sencillez.
En los cuadros no quedaba nada de aquella niña tan básica como ordinaria. Te habías convertido en aquello que antes odiabas, te habías convertido en una dama estudiosa y culta que solo escuchaba música cuando Pedro la invitaba a bailar y que se había olvidado lo que la sencillez significaba.
No eras pobre ni él era rico, simplemente se manejaban en distintos extremos de la clase media, pero les alcanzaba para ser diferentes. Habías dejado de ver a tu familia y verlos en tu casamiento te hizo comprender que por tu amor intenso los habías abandonado. Mientras te observaba y llegaba a esta conclusión, pareciste escucharme o quizás leerme porque te levantaste y comenzaste a recorrer el cuarto.
Antes tu lugar en el mundo era la hamaca paraguaya en la que te acostabas a escuchar música mientras tu papá te preparaba la cena. Y ahora tu lugar en el mundo era aquella habitación pretenciosa y moderna.
 El amor se desvaneció cuando comprendiste que preferías la casa cuando estaba abandonada y sucia y ustedes hacían el amor en ella solo por placer. El amor se desvaneció cuando viste el vestido carísimo que llevabas. Y el amor se desvaneció cuando comprendiste lo peor que pudiste haber comprendido y es que en ningún momento Pedro te obligó a cambiar, en ningún momento su familia te juzgó y te condujo a ser una dama sino vos sola, elegiste refugiarte en una casa de ricos.
Te quitaste el maquillaje y cambiaste tu vestido de novia por un jean viejo y una remera básica blanca. Fuiste al Carrefour más cercano y compraste latas de pintura blanca que un empleado te trajo hasta la casa. Antes de entrar, miraste el frente de tu hogar como si fuera la primera vez y sonreíste tímidamente al ver en aquella fachada a la casa abandonada de unos quince años atrás.
Entraste sola, pintaste todas las obras de Pedro de color blanco y de esa manera arrancaste de las paredes la única muestra que quedaba de amor en esa casa que ahora le pertenecía a un hombre soltero. Borraste, eliminaste, tapaste, desapareciste las pruebas del delito llamado amor.
Recorriste la cocina, los dos baños, el patio cubierto y su habitación con lentitud para de esa manera quitarte tu anillo de compromiso, colocarlo en el tocador del baño principal y con una sonrisa alejarte de la casa que te había visto crecer enamorada, y ahora te decía adiós, hecha una mujer soltera, que no volvería a entregarse a un amor tan posesivo y absorbente nunca más.
Caminaste hasta la esquina donde la parada del 15 se encontraba, lo tomaste tarareando una canción de los Beatles y sonriendo pediste un peso diez. Dos mujeres se subieron detrás de vos y cuando la puerta se cerró mientras el semáforo se ponía verde y el colectivo avanzaba, Pedro llegó a la casa luego de haber abandonado también él la iglesia en la que se había quedado durante largo llanto llorando como si de un velorio se tratara.
Miró la fachada de la casa por última vez con dos botellas de nafta, una en cada una de sus manos. No lo dudó un segundo y entró. Así, cada rincón de la casa quedó impregnado de aquel líquido asesino con olor nauseabundo cuando Pedro terminó la última tarea que llevaría a cabo en aquella prisión que alguna vez ambos osaron llamar hogar.
Un fósforo fue suficiente, todo se incendió con rapidez, todo se derrumbó con una especie de efecto dominó y en las cenizas no solo quedó el cuerpo de aquella alma que alguna vez había existido solo para brindarte amor, sino que quedó el recuerdo de un amor de entre casa que moría donde había nacido y vivía ahora en el infierno, donde siempre había debido pertenecer.

(Texto producido en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

No hay comentarios:

Publicar un comentario