TALLER LITERARIO: Pájaros volando (Irene Corbo, 4to 4ta)



Estábamos tirados sobre el pasto en el jardín de atrás de la casa cuando ella lo mencionó por primera vez.
“Soñé con pájaros anoche.” Dijo distraídamente, todavía mirando las nubes con la cabeza recostada sobre mi hombro.
“Soñé, bueno, que yo era un pájaro. Soñé que los dos éramos pájaros que volaban más alto que las nubes, alto, tan alto que nos perdíamos en la inmensidad del espacio donde nada importa, y a la vez todo es tan importante y magnífico que no podés dejar de contemplarlo.” Sonaba maravillada con su propio cuento, la mirada fija en nada en particular.
“Qué locura,” dije, riéndome afectivamente de sus palabras absurdas. “los pájaros no pueden volar hasta el espacio, ahí no hay oxígeno.”
Se dio vuelta para mirarme fijo, sonrió esa sonrisa que solo usaba conmigo, esa que hacía imposible no sonreír también, y dijo: “Ya lo sé. Pero no hace falta despegarse del piso para volar.” Y se volvió sobre su espalda a seguir mirando el cielo y ninguno habló por el resto de la tarde.

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Porque la vida no es una película, y ni hablar de justa, a veces la chica linda de la sonrisa contagiosa se enferma. A veces llega un día con fiebre y náuseas y se olvida de decirte ‘te amo’. A veces pasa dos meses en cama, y vos la ves ponerse pálida, flaca, ves cómo se le cae un poco el pelo, cómo nunca es ella la que inicia los besos, cómo te dicen que esperes.
Y vos esperás.
Y pensás en pájaros y cazadores y armas que se disparan y figuras sin vida que se deslizan rápido, rápido y no lográs alcanzarlas.

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Murió, sí. Fue casi… mundano. Excepto que no lo fue. Porque con ella nunca nada puede ser menos que extraordinario. La enterramos, también. Allá arriba, en el cementerio, ese lugar donde van a parar los ricos, los pobres, los felices, los desgraciados, los muertos y, como ese día, los vivos.
Fui a… bueno, no sé bien por qué fui. A verla, creo. O a hablarle. O a tratar de no pensar por un minuto aunque sea en lo solo que estaba.
Me arrodillé al lado de su lápida, fría y color gris mórbido. Cambié las flores marchitas por unas nuevas, y le hablé por un rato al silencio solo perturbado por el sonido de las hojas de los cipreses mecidas por el viento.
No sé en qué estaba pensando cuando agarré el revolver antes de salir de mi casa, pero sé que en ese momento el frío metal hacía que mis manos temblaran con… ¿miedo? ¿Anticipación? ¿Alivio? También sé que nunca me había sentido tan solo en toda mi vida, tan atrapado. Deseé poder verla, poder abrazarla, y mirar las nubes. Deseé una vida juntos, clichés y todo. La casa, los hijos, volvernos viejos.
En el momento en el que una lágrima cedía y se dejaba caer de mis cansados ojos me di cuenta de que ya no había nada más para hacer.
Así que me paré, agarré el arma firmemente con la mano derecha, pensé en pájaros y disparé, y al fin, por primera vez, inequívocamente, volé. Y llegué más alto que las nubes y hasta el espacio, y fui por siempre un pájaro que volaba y la buscaba, donde todo es maravilloso y sin embargo palidece en comparación a ella, que es un pájaro y también vuela, pero es tan rápida y tan libre que nunca voy a encontrarla. Y, sin embargo, vuelo.
Los dos por siempre, pájaros volando.

(Texto producido en el marco del taller literario que dicta en el colegio todos los sábados la profesora Eva del Rosario)

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